noviembre 22, 2006

Crónica de una ciudad “invisible”

A Víctor lo conozco de hace muy poco. Sólo sé que compartimos la pasión por la literatura. Hombre enamorado de una mujer con nombre cautivador, su escritura es cultural, histórica e inteligible. Emprendedor, como dicen los empresarios, Víctor Menco Haeckerman es un cartagenero de amistades herméticas, no importa si son a la distancia y por medio de emoticos. He leído dos trabajos suyos y vale la pena destacar que en éste, su sensibilidad alcanza un grado humanamente literario, de atención descriptiva y razonable que muy pocos periodistas tienen. En la actualidad es director de la revista cultural Epígrafe, estudiante de Lingüística y Literatura de la Universidad de Cartagena y bachiller graduado, aunque muchos omitan este título; el más largo y delicioso en la vida de cualquier persona de nuestra generación. Camilo Argüello.

Tatuajes sobre Cartagena
Crónica de una ciudad “invisible”

Víctor Menco Haeckermann

Señores padres de familia: si su hijo llega un día de estos tatuado a su casa, no ponga el grito en el cielo. Ustedes, chicos: tampoco deben sorprenderse de que su mamá se haga un tatuaje. Así, rastreando a la gente que se siente atraída por el arte que consiste en decorar el cuerpo (body art), es como llego, una noche cualquiera, a un local ubicado en la Tercera Avenida de Bocagrande. Después de leer un gran aviso que dice Ink Addiction, me adentro en el lugar: ante mis ojos, un extenso y blanco salón con cuadros en las paredes, dos vitrinas repletas de joyas para el cuerpo y, al fondo, un grupo de personas. En fin, un salón que a cualquiera sorprende por su pulcritud y armonía.

Alguien se me acerca y me pregunta que si deseo algún servicio. Yo le digo que sólo he entrado a observar. De nuevo llama mi atención el grupo de personas del fondo, que muy seguramente llegó en el mismo plan mío. Luego de abrirme paso entre ellos descubro a una señora y su tatuador quien le fija una flor de loto hindú, de vivos colores, en su brazo izquierdo (su primer tatuaje). Por lo que comentan los presentes percibo que la señora es la madre del tatuador y que las letras que están en las hojas de la flor son las iniciales de sus hijos. Una vez terminado el tatuaje, ella asegura nunca haberse imaginado que participaría de una práctica de este tipo, pero que al contemplar el diseño cambió de parecer.

Acto seguido, un chico de 12 años le pide al tatuador, Sigfrido Cardona, que le haga un piercing en la ceja. Éste le dice que debe consultarlo con sus padres. Papá y mamá se miran. Ella duda, aunque al final accede y el chico escoge su joya. La gente sigue entrando y saliendo. A mi lado otro joven, impaciente, espera ser atendido. “¿Qué te vas a hacer?”, le pregunto. “Un ave fénix en la espalda”, me responde enseñándome una revista. Le pregunto sobre lo que dirían sus padres y me dice no hay problema, que él se lo va hacer con su propio dinero.

Avanza la noche, entran personas de todas las características: atractivas señoras que esperan llevar letras chinas en la parte baja de la espalda; un metalero que quiere retocarse un tatuaje trasnochado y hacerse una expansión; otro que al lo mejor nunca ha escuchado rock pero que se hizo un tatuaje porque le dio su gana; un muchacho que le obsequia a su novia un piercing en el ombligo; otro que, por temor a que lo echen de su casa se tatúa con tinta UV (esa que sólo se ve en las discotecas con las luces de neón); extranjeros residentes, turistas… mejor dicho, no sabría etiquetar tanta gente.

“¿Qué Cartagena es ésta?”, me pregunto. Y como posible respuesta me digo que la ciudad cambia, en especial desde los jóvenes. Hoy no son los hippies que, cuando llegaron a adultos, se cortaron sus melenas. Aquí la evidencia, en su mayoría, será perecedera. ¿Cómo sobrevivirán los tatuajes en medio de una sociedad conservadora y excluyente como la nuestra? Por lo pronto, la mayoría los lleva en lugares no tan visibles y se ayuda de la ropa. Por ejemplo, todavía no ha llegado al local el primero que quiera tatuarse la cara y dudo mucho que se presente. Concluyo diciéndome que este grupo humano no necesita ser pobre en la ciudad para ser, paradójicamente, invisible. Realmente pocos le “gastarían tiempo” a temas como éste.

Son las 11:00 p.m. Siento ganas de preguntarle a Sigfrido que si le gustaría hacer una exposición a la que la gente llegara y encontrara las paredes vacías, y que, repentinamente, entre los asistentes, un grupo de personas descubriera sus cuerpos tatuados con diseños de su autoría. Pero no le pregunto sino por sus diseños. Él me contesta que en su página puedo ver sus trabajos. Además, me comenta que no tiene ninguna preferencia por algún estilo de tatuaje en particular, que le gusta cualquier estilo siempre y cuando quede bien hecho.

Se hace tarde, decido irme antes de que cierren el lugar pero la curiosidad no me permite hacerlo de inmediato. Además, hay tanta gente que fácilmente paso desapercibido. Un sujeto de unos 30 años de edad, que trabaja en una discoteca (lo deduzco por su suéter) se me acerca y me dice –tal vez confundiéndome con el personal que atiende en local–, que ha venido porque quiere cubrirse una cicatriz que tiene en el brazo. Yo me quedo en silencio. Sólo atino a recordar en voz alta el título de un poema de John Junieles: “Los tatuajes sirven para esconder cicatrices”. El hombre, sonríe. Complacido, acude donde Sigfrido y le habla como un paciente a su médico. Yo me doy vuelta y dirijo mi vista a la señora de la flor de loto y observo en su mirada la de esos hombres de muelle que aparecen en el poema. Esos hombres que, luego de que una mujer les dijera adiós, se tatuaron un epitafio azul en el hombro: “Amor / Pero de madre”.

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